Mis relatos medievales, leyenda y realidad.

Desde los picos calizos de la Subbética, a la fértil ribera del Guadalquivir, hay todo un mundo de leyendas, historias y recuerdos. Vivencias medievales, caballeros de capa y espada, bellas princesas y palacios encantados, mitad verdad, mitad fantasía. Yo te los iré contando, poco a poco, paso paso, como nació la cultura de ésta ciudad que fué y sigue siendo multicultural. Pronto tambien los podrás leer en italiano.

viernes, 6 de marzo de 2009

El caciquismo en Andalucía.



Señoritos a caballo, ataviados con sombrero de ala ancha, buenos trajes y buenos botos de piel. Esta imagen era muy habitual hasta la década de los años sesenta-setenta en los campos andaluces: eran los caciques.
Señoritos a caballo, altivos, mirando a los demás desde lo alto, dueños de haciendas y de todo lo que en ellas había. Acostumbrados a cabalgar por sus propiedades en buenos caballos, delante de los cuales los campesinos se veían obligados a quitarse la gorra o el sombrero de paja a su paso, con gesto de sumisión.
Señoritos a caballo, para ellos el campesinado andaluz no valía nad; sólo valía los beneficios que le pudieran producir al cabo del día. Sus sentimientos, necesidades, aspiraciones, ¿realmente sentían o pensaban? A los señoritos eso les era indiferente; ellos eran los amos tenían dinero para comprar lo que se les antojara y lo que no, lo cogían. Así de simple.
Pero, ¿y los obreros, en qué situación estaban? En la más baja por supuesto. Trabajaban las horas que les pidieran y aceptaban el bajo salario, no saber mucho de cuentas ni de lectura, y estar bien con la Iglesia. Con eso bastaba para ser un buen trabajador y poder estar muchos años al servicio del dueño y señor.
Los campesinos estaban ahí para sacarles buenas cosechas, para que sus propiedades crecieran cada año y ellos se pudieran dar la gran vida: criados, juergas, buenas comidas, y ¿por qué no las mujeres o las hijas de esos campesinos? También las podían coger si estaban de buen ver, aunque solo fuera un capricho, pero no pasaba nada. Ellos en el casino y delante de sus amigos, alardeaban de sus conquistas con gesto chulesco, pero la joven que había tenido la fatalidad de ser seducida y engañada, tenía su vida truncada para siempre.
Así era el día a día en los campos andaluces, donde vivía buena parte de la población andaluza, en pequeñas casas o medianos cortijos y cortijadas. Sus habitantes eran gente humilde, jornaleros que no tenían nada mas que el jornal que echaban, los pocos animales que criaban y que la mayoría de las veces tenían que vender, para comprar otras cosas de primera necesidad. Eran explotados a cambio de un mísero jornal y subsistían gracias al trabajo de todos, incluidas mujeres y niños. Había algunos que vivían en casas de su propiedad. Estos ya eran unos privilegiados, aunque sus vienes fueran pocos, pero la gran mayoría vivían en cortijos pequeños distribuidos por las extensas propiedades: eran los caseros, porqueros, cabreros, muleros. Temporeros sobre todo en la recolección de la aceituna, que llegaban a tener hasta sesenta u ochenta personas viviendo en un cortijo en los meses que duraba la cosecha. Como mucho a los matrimonios les daban las habitaciones más pequeñas, pero los demás se dividían los hombres en una habitación y las mujeres en otra. Todos dormían en el suelo sobre colchones llenos de paja.
En algunas haciendas podían llegar a tener todo el año hasta cien jornaleros o más. Las mujeres eran las que trabajaban en la siega, la recogida de la aceituna, la vendimia, y la siembra. Como era normal el jornal de la mujer era el mismo que el del hombre en horas trabajadas, pero inferior en retribución. también los muchachos jóvenes cuando empezaban a trabajar, les pagaban los primeros jornales al mismo precio que las mujeres, hasta que cumplían los dieciséis años. Las mujeres no lo tenían nada fácil, o los trabajos agrícolas y ganaderos, o servir en las casas de los señores y estar las veinticuatro horas a su servicio, por un mísero jornal y muchas veces por un plato de comida y unas alpargatas
Todos los trabajadores pertenecían al cortijo grande, donde vivía el encargado y estaba el molino de aceite, el lagar o bodegas, las cuadras con varias yuntas de mulos y los caballos, la era donde se trillaba y limpiaban los cereales y el granero y el pajar donde tenía que quedar todo almacenado. Ahí crecieron muchos jóvenes, sin estudios, sin futuro.
El encargado, que a veces era tan déspota como su dueño, era el que velaba por los intereses de la gran hacienda, y tenía bastantes privilegios, había que hablarle de usted, y quitarse el sombrero con respeto y obediencia, porque bastaba con que le dijera a su amo que el obrero no cumplía con su trabajo, para que éste se quedara sin poder echar un jornal. Y el manijero, que también procuraba sacar sus beneficios, y del cual era mejor no fiarse. Pero también estaban los guardas forestales y la guardia civil, exclusivamente al servicio de la alta y mediana burguesía y de la Iglesia, y que a mas de un obrero le dio buenas palizas, por salir a cazar alguna pieza para que su familia pudiera comer algo mejor. Supongo que entre todos habría alguno que mereciera algo de respeto, no lo sé, pero no conocí a ninguno.
¿Y si había alguien que sabía cuales eran sus derechos? Porque los había por supuesto, y los reclamaban. Pero el trabajo se les terminaba, viéndose en la necesidad de ir de un lado a otro, o irse a otros lugares como le pasó a mi padre.
Un hombre con esposa y dos hijas que trabajaba en una hacienda, se enteró que le estaban pagando menos de lo que marcaba la ley, y se fue al sindicato vertical y pidió que le dieran las bases, vio que realmente le pagaban menos, y se lo dijo al encargado, se sintió muy bien porque había reclamado lo que por aquella ley le correspondía, hasta animó a otros compañeros a que reclamaran lo suyo, pero al día siguiente el mismo dueño lo llamó, ni siquiera lo llamó por su nombre, si no que lo llamó sabiondo, le dijo que “él necesitaba en su hacienda jornaleros para trabajar, no para que hicieran cuentas,” que se le había terminado el trabajo para él, y que “ya procuraría que no lo encontrara por los alrededores” Se vio obligado a irse a trabajar a Asturias, pero al cabo de un año volvió porque su familia se la dejó en Priego, y trabajó en otra propiedad. No eran mejores, pues en cierta ocasión uno de los hijos, con solo veinte años, le dijo que mientras los mulos descansaban a la sombra de un olivo, que cogiera la azada y cavara los pies de los olivos. También intentaron pagarle menos dinero, al terminar la cosecha de la aceituna que había cogido con su esposa y sus hijos, pero él sabía los kilos que se habían cosechado, dónde y que día porque en su pequeña libreta estaba todo anotado, le pagaron lo que había trabajado después de decirle que a lo mejor se había equivocado al echar las cuentas. Un buen día cansado de tantas injusticias, emigró a Cataluña buscando una vida mejor para él y los suyos.
Como él hubo muchos, cientos, miles que un día dejaron atrás familia, amigos y la tierra que los vio nacer, pero también se alejaron de esa estampa tan carazterística que los humilló.
Señoritos a caballo con sombrero de ala ancha. Esperemos que las generaciones futuras no los tengan que ver, y ahora en esta semana que celebramos el Día de Andalucía, pidamos todos que el campesinado andaluz, tenga o no tierras, tenga el respeto de toda la sociedad, la libertad de expresar sus ideas, un trabajo digno y un salario que le permita vivir y sobre todo que sus hijos puedan estudiar, que ahí es donde empieza la libertad.
Señoritos a caballo, ya solo es un recuerdo en nuestra memoria, pero que siga siendo un recuerdo aunque no se olvide.

Maria Aguilera.